sábado, 16 de junio de 2012

Notas sobre historia, modernidad y modernidad


Por: Mauricio Tenorio Trillo


Principios

'Modernidad', pues, es una huidiza categoría de análisis histórico. Es un concepto como el divino verbo que nace de sí mismo, es decir, es asaz moderno. Otorga a la historia un orden y un índice de temas no sólo inevitable sino incluso valioso: secularización, burocratización, avance tecnológico y elementos tan indispensables para la historia cultural como la autoconciencia de lo moderno, su encanto, nostalgia y desencanto. Pero modernidad es también una invitación indebida al anacronismo. Nadie en el siglo XVII, en México o en Madrid o en Londres, concebía el concepto de modernidad —y no porque no hubiera pensadores con capacidad baudelairiana o con suficiente desilusión o clarividencia weberiana o pragmatismo habermaniano. Reduzco pues el término a su versión decimonónica —que es la nuestra—, con mínimos esenciales: culto al progreso, conciencia de crisis, necesidad de entrar en y salir de y consciente reflexión sobre el cómo. Lo cual es decir cambio histórico: necesidad de, lo inevitable de, la nostalgia o emoción por.

Modernización, en cambio, es un concepto más utilitario historiográficamente, pese a sus recientes connotaciones perversas. Déjese de lado modernización como óptima 'teo­ría de modernización' a la manera de los estudiosos de mediados del siglo XX. Redúzcase modernización a categoría de análisis histórico: vistazo a cómo los actores en el pasado toman el timón del cambio histórico. Una toma de timón por seguro muy de pies en la tierra, medible y estudiable. Nada que ver, aparentemente, con l'ennui baudelairiano. Pero es categoría igualmente 'poética': construye momentos efímeros, cápsulas del pasado, en los que se unen pasado, presente y futuro. Esto es, la categoría modernización permite estudiar la historia, digamos, de las patentes, la industrialización y el cambio tecnológico en la España del siglo XIX. La mera idea 'modernización' otorga al historiador un marco para entender lo que de otra forma parecerían anécdotas desconectadas (códigos legales, pleitos internacionales, políticas de protección económica, etc.). Pero también 'modernización' permite, por decir, estudiar las cápsulas que fueron las exposiciones universales del siglo XIX en las cuales iban montados en el mismo caballo modernizador el pasado, aquel presente y el futuro que entonces imaginaban. Historiografía y modernización significan, pues, recolección de datos duros (v. gr., índices de precios, niveles de producción) pero también recapitulación de sueños (v. gr., los ires y venires del libre mercado como utopía modernizadora; o la modernización de la modernización, de los arbitristas del siglo XVII a los tecnócratas del XXI).

El cambio histórico visto cual conscientes modernizaciones hace visible para el historiador cómo los actores históricos concebían su pasado, su presente y su futuro. Conocer esto, como pocas cosas, es conocimiento histórico.

Edmundo O'Gorman, Claudio Lomnitz, Fernando Escalante y Roger Bartra han explicado con detalle y lucidez el uso de modernidad y modernización en el contar 'México'.1 En otro lado he hecho lo propio, mas para dar paso a lo que a continuación arguyo, séanme dados algunos desmarques de lo que creo falsos arranques de análisis.

1. Si se pregunta por la modernidad o modernidades o posmodernidades o demodernidades 'latinoamericanas', ya se malogró el asunto. Es como aquel acertijo infantil: 'de qué color era el caballo blanco..?'. Con lo de latinoamericano se responde a la cuestión, se puede decir mucho, pero el simple adjetivo no deja pasar a las dudas fértiles. El peso analítico de la categoría América Latina da por solucionada la cuestión; variaciones hay miles, pero sobre el mismo tema: la entelequia del medio occidente, oriente de segunda, desarrollo frustrado, herencia inquisitorial, esperanza indianista, etc. Por tanto, dejo la categoría América Latina en pausa, para entrar y salir a escena asegún las necesidades del análisis.

2. Si se pregunta por la modernidad o modernidades o posmodernidades o desmodernidades de México o Chile o Estados Unidos, la pregunta no puede ser ontológica (de ser o no ser) ni de orígenes (¿fue?, ¿cuándo y cómo?). Si la pregunta nace de la historia de México, Chile o Estados Unidos, entonces parte de un suceso histórico innegablemente moderno (la nación Estado) en el tiempo y en el espacio, y desde un punto de vista (la historia) recalcitrantemente moderno. El suceso 'nación Estado' funciona como un imán que ordena pasado, presente y futuro. Por eso la historia de México, como la de Estados Unidos, es tan moderna, tradicional, antimoderna y antitradicional como cualquier historia, porque México o Estados Unidos son atajos historiográficos modernos ya tomados. Si es sobre el país 'México', con sus luchas decimonónicas entre liberales y conservadores, las invasiones imperiales, sus veinte o cien millones de habitantes, sus ciudades de cuatro o veinte millones, ya no se puede preguntar si es o no moderno, ni es sabio preguntar por prístinos y auténticos orígenes. Por su parte la 'historia' (la disciplina que estudia el pasado) es igualmente moderna y no puede hablar de otra manera, no aún. Pueden variar mucho las historias y los recorridos de cada país, pero son versiones de la misma historia, al menos en lo que hace a los países que surgen en Europa y en América de la reconformación de los imperios europeos de los siglos XVIII al XX.


3. Modernizar en la historia no puede funcionar como verbo sin complemento. La forma óptima para el análisis histórico no es 'se modernizó México o se modernizó a México', sino se modernizó la industria, la agricultura, la administración, lo cual no implica un punto de llegada universal, pero sí una conciencia —que varía en el tiempo y el espacio— de a dónde se quiere o se quería llegar.

4. Imitar, copiar, importar y exportar son consustanciales a las grandes categorías históricas como Modernidad o Moderno, como Estado o Nación. Por tanto, es redundante e impropio enfocar el análisis histórico en quién copió a quién. Una vez más, hay que desoír la tentación de los orígenes.

En lo que sigue, pues, se habla del cambio histórico, haciendo uso de la distinción lingüística que las lenguas romances permiten entre ser y estar. Se dice esto: al menos en lo que hace a la historia que va del siglo XVI al XX es poco común 'ser' moderno, liberal, conservador, antimoderno, etc. Lo común es que dados determinados contextos se está moderno, se está conservador, se está en movida modernizadora o retrógrada. Esta posibilidad es la esencia de los tiempos modernos.

De la burra al avión

Este cambio histórico parece el más cristalino, exento de ambages morales, historiográficos o temporales. Burras catalanas pedía George Washington a su majestad católica, Carlos III, en vista de la utilidad de las mencionadas para la modernización del comercio de la nueva nación americana, y de la buena relación que los unía en su común desprecio de la Corona británica.2 Burras cargaban la plata del alto Perú y de Zacatecas a los puertos. Burras transportaban las materias primas que acabarían por producir la revolución industrial a fines del XVIII en Manchester y Barcelona.3 Y es el ferrocarril el que regresa a Lenin a la estación Finlandia de San Petersburgo, es ése el medio que utiliza Abraham Lincoln para arengar a sus tropas, el que lleva las mercancías de Mataró a Barcelona y el que transporta a las tropas federales o villistas de norte a sur. Es el avión el que inspira a Teja Zabre Alas abiertas (1920), una novela reaccionaria sobre el equilibrio y la modernidad que inspiran los aeroplanos; es el aeroplano el que transporta de Marruecos a Andalucía al general Francisco Franco en 1939, y es el avión el que mata al general Sanjurjo en su intento de entrar por Portugal a comandar la rebelión contra la república española. Perón e Isabel descienden de un avión, en Buenos Aires, para echar la historia para atrás. En el avión permanece en ascuas el presidente George W. Bush en las horas inmediatas a los ataques terroristas del 11 de septiembre. En el avión viajaba Nerhu tanto como Rigoberta Menchú. Y es en avión que se movilizan los antropólogos y activistas estadounidenses o europeos que van a Chiapas, Cuzco, el Amazonas o Nuevo México. No hay pues monopolio de modernización. Un cambio histórico de esos que encantan a los historiadores: grandote, contundente y como para siempre.

Este cambio conlleva ya una noción de 'ser'; es decir, es difícil que alguien no sea ya irremediablemente pasajero de aviones. Por supuesto que hay sectores y regiones que no tienen acceso a tal medio, lo cual no quiere decir que 'sean' atávicamente tradicionales, sino pobres o marginados geográficamente. En las Américas, los flujos migratorios después de 1970 muestran que el avión es cosa cotidiana para mexicanos, ecuatorianos e indios. Si lo vemos como cambio histórico, no como argumento de justicia social, se ve que esta clase de transformación parece inapelable. Incluye mucho de modernización —tecnología, transporte, Estado, comercio, intercambio. Lleva en su centro lo de ciencia, que nos resultaría difícil poner en duda con un giro culturalista de 'construcción social'. Sí, el viaje, las distancias, la velocidad, lo efímero, las migraciones, el ruido, la contaminación. Todo esto conlleva construcciones sociales; pero es poco cuestionable la existencia y la necesidad del cambio: de la burra al avión.

La lógica de este cambio provoca ensayos y errores, selección de resultados, acumulación de experiencias… todo ello irrenunciable. Es decir, por desigual que sea, por más contaminante y ruidoso, hoy por hoy no parece haber vuelta atrás. Es un cambio que, como todos, produce, claro, nostalgias y angustias, pero su naturaleza es tal que ha llegado para quedarse hasta mejor aviso.

Ahora bien, puede parecer inútil asunto tan tajante. Pero no si de entender el cambio histórico se trata. Porque de este caso extremo podemos derivar algunos ejemplos que revelan la variopinta naturaleza de nuestra conciencia del cambio (de las modernidades presentes y pasadas). Esto es, tal modalidad del cambio revela la innegable acumulación de experiencia histórica, de selección y, en definitiva, de progreso. Sólo puede dudar de este tipo de progreso, con filigrana posmoderna, algún sesudo personaje de alguna novela de David Lodge. Podemos, claro, discutir orígenes —que si el avión fue inventado en Alemania, que si en Estados Unidos, que si en Francia, que si en Brasil, que si le copiaron a Francia o Alemania, que no, que fue un mexicano—, lo cual formaría un relato específico interesante, pero no diría mucho del cambio histórico con mayúscula.

De la monarquía católica
absolutista a las democracias laicas y representativas

Aquí empiezan los problemas. Como en el tipo anterior, en éste existe acumulación de ensayos y de errores, cambios graduales, aprendizaje, rechazo y aceptación. También hay nostalgia y resistencia. Hay elementos irrenunciables —representación popular, derechos ciudadanos, secularización de la política, eliminación de privilegios innatos, libertades de culto, expresión y circulación. Pero es un 'ser' que no acaba de ser. Hay posibilidades reales y teóricas de regresos. Es un cambio que implica, en lenguaje actual, modernidad y modernización, pero también puede ser un espejismo: democracias representativas que no son en verdad laicas, 'presidentes' que no 'aman' (en el sentido barroco) a sus ciudadanos, que no se preocupan por ellos. También hay dudas acerca de qué tan representativas son las democracias modernas, de si se vive mejor sin los principios republicanos (todos iguales ante una sola ley) o en una pluralidad de 'parcialidades' legales. El meollo analítico de este tipo de cambio histórico no radica en que sea realmente posible el regreso de la monarquía católica absolutista, sino en que nunca está claro que se ha ido del todo el antiguo régimen, y lo que está en juego es la noción de progreso óptimo.

Inglaterra es una monarquía aún ligada a la Iglesia anglicana; España regresó a la monarquía borbona, aún declarada católica. Pero, ¿no es moderna alguna de esas monarquías? La modernización económica y social más acelerada de nuestros tiempos (China) no ocurre en una democracia representativa. La democracia representativa estadounidense es todo menos laica. Pueden ser estos ejemplos anomalías de una norma, o en realidad la prueba de que no hay norma. En fin, que este tipo de cambio histórico revela algo: que se está moderno a ratos y tradicional en otros, en la misma época, en el mismo día, en el mismo lugar, dependiendo de las circunstancias. Y que la conciencia del cambio, por irrenunciable que nos parezca, es porosa (vislumbra la posibilidad de regreso).

Es indudable, por ejemplo, que en términos de justicia social Estados Unidos de hoy es mejor que el de 1775 o el de 1860, o incluso que el de 1964. ¿O no? Dependiendo de quién hable y cuándo varía la conciencia del cambio histórico. Todavía en 1812 muchos creían que era un exceso de barbarie y radicalismo lo del Congreso de Filadelfia (modernidad desbocada). Se estaba mejor como negro liberado por su majestad británica —esto es, si se lograba sobrevivir a la persecución de los republicanos— en Nueva Escocia que de esclavo en la gran New Nation (tradición salvadora). George Washington pedía a las últimas tropas inglesas en Nueva York que regresaran a los negros monárquicos a su estado de esclavitud: por un lado, cambio moderno y radical (viva la modernidad: la república); por otro, no cambio (viva la reacción: la esclavitud).5 En 1920 era claro que las políticas de puertas abiertas a la inmigración ya no funcionaban, que el sueño universalista de 1776 se había acabado (modernidad traicionada). En 1960 aún, la élite sureña consideraba usurpados sus derechos por unos norteños oportunistas; era mejor 1860 que 1960 (tradición traicionada). Varios intelectuales negros han expresado su desconsuelo con los resultados de la desegregation a partir de la década de 1970: se acabaron las comunidades y surgieron masivamente los guetos. ¿Mejor 1960 que 2000? En 1900 la historia patria estadounidense cantaba la heroicidad y benevolencia de la guerra civil (el costo de la modernidad); en 1920 la historia era de los intereses económicos detrás de la constitución americana y de la guerra civil (modernidad incompleta); en 1990 la guerra civil era descrita como una absoluta matanza (maldita modernidad), y hoy hay quien cree que fue civil, cívica, que no fue como la guerra contra México, donde se mataba indiscriminadamente (la modernidad domada por cosas tan reaccionarias como American values).

Este tipo de cambio histórico tiene mucho del siguiente tipo.

De Aristóteles y San Agustín a Nietzsche, o de Adam Smith
a Milton Freeman

En esta modalidad, nuestra conciencia de cambio queda a la deriva. No porque no haya 'avance' o progreso, no porque el cambio no sea definitivo, sino porque parece más claro que en los otros ejemplos que siempre se está a la mesa con el pasado y el presente, que la selección fue ayer y es hoy, y que nunca es definitiva, que se está hoy más Free­man que Marx; pero quién sabe mañana. Es decir, aquí siempre se está en el debate, la conciencia y sapiencia del cambio, no el resultado. ¿Era Hidalgo un ilustrado rousseauniano porque al leer a Jean-Jacques dejó a San Agustín? ¿Se hacía pasar por monárquico, siguiendo una intrincada estrategia, cuando lo que en verdad quería era una república independiente? Seguramente no. ¿Era por ello uno de los 'tradicionales' que innumerables historiadores —de Richard Morse a François- Xavier Guerra— han encontrado? Sí y no; a veces, a ratos, asegún. Así era aquel cura, nada menos que como Jefferson, quien fuera más radical que Danton en lo que hacía al poder del ejecutivo en la nueva república, pero tan atávicamente tradicional como don Pedro en Brasil o como Bentham en Inglaterra en lo que hacía a la esclavitud. ¿Eran Juárez y Lerdo más modernos y liberales que Maximiliano? Según de qué hablamos. El emperador era, en casi todo, mucho más liberal que los liberales mexicanos. ¿Era el liberalismo una modernidad no hispánica?8 No y sí. El liberalismo era tan hispánico como anglosajón, tan antiguo como moderno, tan factible de desaparecer como el reformismo católico de la primera mitad del siglo XIX (considérese el pensamiento de Jaume Balmes que después del caos de 1848 se volvió impresentable para los propios conservadores). ¿Era cierto que en 1812 los españoles volvían a las raíces contratistas y jusnaturalistas del pensamiento medieval aragonés? Sí y no: lo moderno no estribaba en si las instituciones medievales aragonesas eran protomodernas, sino en el hecho de reinventarse una tradición, y constitucional, de límites al poder. De cualquier forma, tal tradición resultaría históricamente tan cierta o tan falsa —por ello tan moderna— como la idea de que los constitucionalistas de Filadelfia parten de cero.

En este tipo de cambio, la transformación siempre parece estar pasando, no sólo porque hay memoria de los experimentos pasados —construimos sobre 'espaldas de gigantes'—, sino también porque no la hay. Es decir, un lector de Habermas, si bueno, ha de ser por necesidad también lector de Marx o de Hobbes. Pero la industria académica actual a ratos parece seguir el modelo de la alquimia: cada nuevo alquimista clama haber encontrado la fórmula original, no parecida a ninguna otra. Así, a diario surgen ejemplos de reinvención de la rueda filosófica como si sólo el profesor X en su artículo de 2008 en la Journal of Tarartarara hablara de, un decir, path dependency o de agency y eso no fuera un eco de Vico, Croce u Ortega y Gassett.

Pero lo cierto es que en este tipo de cambio histórico es más claro decir que cada momento, cada conjunto de actores históricos, construye su San Agustín, su mercantilismo, su librecambismo, sus utopías, en diálogo inevitable con experimentos y pensadores del pasado, y con fines no sólo filosóficos, sino muy prácticos. En su momento, el proteccionismo de mediados del siglo XX, conocido como sustitución de importaciones, funcionó no sólo como vago paradigma teórico sino como hechiza improvisación de política económica (las décadas de mayor y más sostenido crecimiento económico, por ejemplo, en Brasil y México). La fe en el libre mercado a veces funcionó como algo más que cuestión de principios, y a veces no. Pero lo innegable es que su implementación práctica siempre ha sido tramposa. El liberalismo jacobino tenía una sólida base teórica, no sólo en el liberalismo decimonónico español o mexicano, sino en el pensamiento ilustrado español y francés del siglo XVIII. Este jacobinismo tuvo fines prácticos innegables —la obtención de una base fiscal, acabar con los recursos monopolizados por la Iglesia, cuestiones de soberanía del Estado—; pero también consecuencias indeseadas, por ejemplo en México y España, que hicieron necesario ponerle trucos al secularismo moderno. ¿Y cuándo fueron los españoles o los mexicanos más modernos? ¿Cuando quemaban curas o cuando hacían trampas a las leyes y dejaban a los curas impartir su catecismo?


Del alma a la estructura
Genética y molecular del cerebro

Éste es un tipo de cambio que está en la raíz de la nostalgia y aceptación de todos los otros. Porque es un cambio que implica también una selección, un avance, si se quiere, pero cuyas connotaciones morales hacen del 'progreso' algo secundario. En una palabra, es un cambio que vuelve a pasar cada día, porque no hay manera de dar por muerta al alma, y nadie va a negar las ventajas de conocer la genética y química del cerebro humano. Y, por extraño que parezca, este tipo de cambio ha tenido ecos sonoros en la escritura de la historia: escribir el alma en su relación con lo divino fue cosa de San Agustín; escribir una teología civil, una teoría de lo humano por excelencia, la historia, fue cosa de Vico; encontrar el alma de un pueblo y una raza fue oficio de Herder y de casi todos los historiadores nacionales del siglo XIX. También hoy: alma, en su reencarnación como 'identidad' o 'cultura' comunitaria y auténtica, es esencial para la escritura de la historia. Ayer se escribían tratados de ethos históricos nacionales, cosas como Raizes do Brasil (Buarque de Holanda, 1936), El laberinto de la soledad (Octavio Paz, 1952), The Liberal Tradition in America y People of Plenty (Louis Hartz, 1955, y D. Porter, 1954), y recientemente por cada Invention of Tradition o Imagined Communities se escribe una nueva monografía sobre la defensa histórica de la identidad de comunidades indígenas o grupos étnicos desposeídos. Alma, esencia, cultural, racial o étnica, es lo que se busca. Ayer se hacía psicohistoria de tonos conductistas o freudianos, y hoy hay quien clama por un giro neurológico en la historia.9 Ante esta continuidad, la historia social marxista de las décadas de 1960 y 1970 parece una pausa des-almada, un desliz materialista de la historia.

Es como si cada día, según las circunstancias, temas y situaciones, este tipo de cambio ocurriera. Y la interpretación del cambio es empírica, práctica, pero es sobre todo política y ética. Este tipo de cambio histórico resuena en cosas como éstas:

Spinoza → Habermas
Barroco → Posmodernismo
Homogeneidad republicana → Diversidad
multicultural.

En todos estos cambios hay mucho de irrenunciable, de irreversible; pero lo interesante es que el cambio sólo es cambio si se puede regresar a Spinoza, al barroco, a la homogeneidad republicana, si hoy se puede ser neo­spinocista, o barroco posmoderno —que mucho del posmodernismo es barroco. Hegel hablaba de la secularización de la espiritualidad como elemento esencialmente moderno. Pero la espiritualidad —la moral, la fe— es moderna porque puede ser secular o no, según sea el caso.


Reparemos un momento en tres supuestos que recorren estas modalidades del cambio histórico —una obsesión con orígenes, un sentido de comunidad y la idea más que de libertad de liberación. Creo que es posible sentir estos supuestos porque la disciplina de la historia no escapa de su naturaleza modernista —hija del romanticismo, el empiricismo, la crítica y el desencanto modernos. Cambio histórico significa enseñar orígenes: si el cambio es la Ilustración, hay que darle orígenes temporales y espaciales —Francia, Inglaterra, siglo XVIII, ahí están sus orígenes. Si hay Ilustración en España, o es falsa o es copia. Si hay liberalismo en México, hay que verle la crianza, porque en definitiva no es de ahí.

Hoy la diversidad cultural o la política de la identidad asume orígenes profundos y enormes: identidades étnicas, quinientos años de opresión, atávicos mandatos de genes o de historia profunda. Incluso la neurobiología, propone Daniel Lord Smail, podría ser la manera de hacer que la historia vuelva realmente a los orígenes, al Paleolítico por la vía de la evolución de la estructura cerebral de la especie humana. En suma: orígenes… ya lo decía con elocuencia Bloch en la clandestinidad de la Resistencia francesa: 'en muchos casos el demonio de los orígenes ha sido, quizá, la encarnación de ese otro enemigo satánico de la historia: la manía de hacer juicios'.

Como hasta hace muy poco la historia no era sinónimo de memoria personal —si lo era, era de una u otra versión de lo que Maurice Halbwachs llamó memoria colectiva—, la noción de cambio en la historia asume necesariamente una comunidad ideal preexistente o en formación: la monarquía católica universal (como ha mostrado José Portillo Valdés), 'el pueblo' en la Convención de Filadelfia de 1776 o la 'nación española' en la Constitución de 1812. Se hace patente, se estudia, acepta o rechaza el cambio histórico casi siempre en referencia a una comunidad más o menos especificada. Y comunidad adquiere significado de Gemeinschaft (bueno) o de Gesellschaft (malo) dependiendo del valor moral que se le dé al cambio histórico: si es para explicar el cambio de imperios a naciones, éstas son Gemeinschaft. Si es para entender los cambios producidos, por ejemplo, por la revolución industrial, la comunidad es la unidad rural; o si es para entender los efectos de las reformas borbónicas, entonces el cambio es Gesellschaft, lo de Gemeinschaft queda en los pueblos de indios, en las otras 'comunidades imaginarias' de etnia, raza, género o de historia suprimida (ej. Cataluña, el País Vasco).

Finalmente, como lo han hecho ver Benedetto Croce hace un siglo y hoy C. Fasolt, la historia no abandona su papel de 'hazaña de la libertad'. Por buenas razones, cambio histórico a menudo ha significado avance gradual de la libertad; de siervos y esclavos a campesinos y proletarios; de súbditos sin voz a ciudadanos representados; de atavismos genéticos o culturales a la posibilidad de autoinvención. Esto, claro está, es una visión whig del cambio histórico; pero no lo es la idea de liberación. El cambio histórico aparece con frecuencia como respuesta a una crisis y como una liberación: si no libertad en abstracto, sí liberación de la opresión de la pobreza, de la incomodidad y la lentitud del burro, del teocentrismo medieval, del autoritarismo monárquico... Tanto Marx como Weber hablan de una cierta liberación, al mismo tiempo que de nueva esclavitud y alienación —esa categoría hegeliana de la que aún se nutre el pensamiento terapéutico de los siglos XX y XXI. Esclavitudes y alienaciones que marcan el inicio del ciclo de cambio histórico futuro. Incluso el darwinismo en su forma pura de selección de especies incluye o la muerte o el liberarse de lo que impide la supervivencia.

Johan Huizinga creía que en la Edad Media no existía el optimismo. El gran cambio fue el surgimiento del optimismo, transformación en la cual todavía habita la conciencia contemporánea del cambio histórico. Porque aun los estudiosos del cambio histórico actuales asumen el optimismo de que los orígenes son, primero, conocibles y, segundo, importantes; que de alguna manera hay una comunidad, no como una unidad de organización humana, sino en su sentido moral y bueno, y que hay posibilidades, aunque sean sólo intelectuales, de liberación. Por supuesto, ni Foucault ni Derrida ofrecían salida, pero ¿qué sus 'no salidas' no eran sus salidas intelectuales de la opresión del optimismo moderno?

Todo lo cual es especialmente visible cuando el tema de análisis es México: la tentación de los orígenes abunda, por ello la idea de América Latina como unidad de análisis, o de la herencia colonial, o de mestizaje o de comunidades indígenas; la hazaña de la liberación o su fracaso es lo que mueve la historia de México; no podía ser de otra manera.

Propuesta

1. Pesimismo. Cualquier fenómeno humano del pasado es conocible sólo como presente, como ayer visto hoy; nuestros irrenunciables del presente se vuelven los irrenunciables del pasado. Por tanto, causalidad —qué provocó esto o aquello en la historia— no es sinónimo de orígenes. Es más, los orígenes son generalmente inconocibles. Esta propuesta, está claro, es pesimista. Acepta la derrota de que no es relevante saber qué fue primero, si el huevo o la gallina, quién fue el primer moderno o el segundo; es aceptar que la historia es la evidencia donde todo es origen y consecuencia.

2. Pesimismo optimista. Si los orígenes son indeterminables, las coordenadas vagas para delimitar un problema histórico son sólo eso, coordenadas aproximadas, para guiarse. Cada problema histórico ha de inventar sus coordenadas dependiendo de su tiempo y su espacio. Por ejemplo, cualquier problema histórico relacionado con Estados Unidos parece ya delimitado en las coordenadas de un espacio-tiempo historiográfico moderno, en el cual ya casi está dicho todo. O si se habla de México, parece que necesariamente ha de tener que ver con las coordenadas de la tradición, América Latina, con la herencia colonial, con el pasado indígena. No necesariamente, dependiendo de qué: si es la lucha criolla a principios del siglo XIX, las coordenadas en efecto son la herencia de los Habsburgo, la reforma borbónica, ciudad de México, Zacatecas, el Bajío, Buenos Aires, Río de Janeiro, Santiago… pero también Cataluña, el País Vasco. Y mucho más Haití y Estados Unidos que el traído y llevado pensamiento francés. Si se trata del liberalismo de mediados del siglo XIX, las coordenadas son la primera mitad de ese siglo, Cádiz, el pensamiento liberal en todos lados, Estados Unidos, acaso Cuba, poco que ver con el resto del continente. Si el tema es la modernización porfiriana, las coordenadas no son Francia y México, sino the progressive era, la Restauración en España, el nacionalismo universal, el librecambismo, la revolución tecnológica y sobre todo Estados Unidos en México y México en Estados Unidos. La cronología, la cartografía y los conceptos deben crearse para cada problema histórico. Las abarcadoras categorías existentes —modernidad, liberalismo, neoliberalismo, América Latina— son elementos para considerar, no mandatos divinos.

3. Ironía. Aquello de Marx y Hegel sobre el cambio histórico cual tragedia o farsa, no é brincadeira, y en más de un sentido. La ironía es un arma poderosa del análisis histórico. Ironía historiográfica no sólo cual recurso retórico —como mostró H. White—, sino como una salida filosófica, científica y estilística entre dos tentaciones historiográficas: la atracción de lo particular y limitado, y la de las grandes teorías o mitos históricos.13 Podrían ser pasos de esta visión irónica de la historia: ver con ironía los datos, reparar en las consecuencias absurdas y posibles con su grado de sinrazón, conocer y enfrentar las grandes teorías o los sentidos comunes que rigen la interpretación de un periodo histórico pero dudando de ellos y, finalmente, narrar la historia apartándose de lo irónico del pasado, reviviendo la ironía en el lenguaje irónico del presente y asumiéndose nutriente de la ironía del futuro. Por ejemplo, poco hay de irónico en leer el republicanismo y el liberalismo de las guerras de independencia en Iberoamérica como cuerpos teóricos externos que al final pegaron o no en el continente. ¿Qué tal leer los textos, debates y manifiestos republicanos y liberales de México, Brasil, Argentina, Estados Unidos o Francia en el jugo de su propia y evidente ironía, de sus contradicciones y trampas? De aquí no sólo saldría historia de independencias, de impurezas hispanoamericanas, para os bicentenários olhar, sino la ironía de unas ideas y prácticas prendidas por alfileres retóricos y siempre al borde de la contradicción, y que en ningún país tuvieron expresión pura. La impureza hispanoamericana, así, no documentaría la historia de deviant cases, sino acentuaría la irónica historia del liberalismo y el republicanismo entre Europa y América.
Utilizo estas propuestas para esbozar someramente una historia de las modernizaciones político-administrativas de la historia de lo que hoy llamamos México.

La confederada

A mediados del siglo XVII, el arbitrista González de Cellorigo veía clara la crisis demográfica, económica e intelectual que sufría el imperio católico: 'no parece sino que se ha querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados de que vivan fuera del orden natural'. Nacía el mito de la época dorada del emperador Carlos V. Una pesada crisis económica en la década de 1590 desnudó la pobreza y el abuso a que habían sido sometidos los súbditos de Castilla; hizo patente que las ganancias de la plata y el oro de América, estancadas, no daban más que para cubrir parte de los gastos de las guerras imperiales en Europa. Los Países Bajos, ese preciado legado del flamenco hijo de Juana la Loca, habían causado más penas que glorias, y la cosa se volvió más complicada con la absorción del reino portugués —con intereses en Europa y América bajo el acecho de los Países Bajos. Como explicó hace años John Elliot, el pesimismo abandonó el manejo del imperio; lo sustituyó el fatalismo del pícaro y, habría que añadir, la capacidad de desengaño. El desempacho casi modernista que se descubre en la literatura barroca, de Quevedo y Góngora a Sor Juana, documenta este fatalismo pícaro. Gran crisis, pues, de cuyos detalles se han escrito bibliotecas.

La Corona, tomada por tecnócratas de segunda como el duque de Lerma, a lo largo de las primeras dos décadas del siglo XVII experimentó con posibles soluciones más o menos populistas, como la trágica y estúpida expulsión de los moros, la cual le ganó a la Corona popularidad en la Península, pero sólo provocó más escasez de mano de obra y más deterioro de la agricultura. Nueva España, para entonces, producía menos recursos, porque las minas eran más caras de explotar y porque el reino americano había florecido y era más caro mantener a la Nueva España. Así, proliferan los arbitristas y consejeros, deseados e indeseados, con ideas sabias o con locuras de todos colores. Tantos consejos llevaron a la creación en 1618 de la Junta de Reformación. El verbo 'reformar', pues, salió a escena en el drama del imperio, porque no había manera de decir modernizar. Y entró de la mano del conde-duque de Olivares, que retoma la Junta y elabora un plan para reducir el gasto suntuoso, modernizar la estructura de impuestos para repartir el costo del imperio, estimular la investigación minera y agrícola, prohibir la importación de bienes extranjeros, aumentar la población y cuidar de las líneas comerciales con más eficiencia administrativa y militar. También se intentó una castellanización del imperio, reduciendo el caos legal y cultural que presentaba la retahíla de leyes, lenguas y privilegios locales. Castellanización porque se asumía que lo 'avanzado' era Castilla.

1640 fue el año de prueba de las reformas que sólo lenta y tímidamente fueron implementadas. La derrota de Portugal —una de cal— y la victoria sobre los afanes soberanos catalanes —otra de arena— constituyeron la lección bien aprendida por los crecientes deseos autonomistas de la Nueva España que veían la modernización como una imposición. La administración del imperio aprendió, a la mala, a vivir con un mosaico de soberanías a medias, de trampas de toda índole para mantener una unidad relativa, con ciertos beneficios económicos —no tantos como se deseaba— y bajo una unidad (Dios y el emperador) que no era moco de pavo. En la Nueva España, la revuelta del obispo Juan de Palafox y Mendoza en contra del nuevo virrey Márquez de Villena —pariente de los Braganza portugueses— que llegó a México muy afanosito a cortar la corrupción y los intereses locales, y la eventual derrota política del virrey, fue la expresión novohispana de estas modernizaciones confederadas. El obispo estaba muy dispuesto a realizar la modernización de la Iglesia que la Corona quería; pero se hizo aliado de los criollos de la ciudad para derrotar los afanes de control administrativo del virrey. El hecho de que éste fuera sospechoso de fidelidad a Portugal ayudó al obispo. Pronto los modos locales prevalecieron. En cambio la minería sí se benefició de las preocupaciones reformistas, con mejores sistemas de extracción. Ganaba la Corona y ganaba la criollada local.

El barroco, al final, fue un interesante ejercicio de modernización administrativa de un vasto imperio, una melcocha de viejas y nuevas maneras de cuya eficiencia se han reído desde los historiadores de la Leyenda Negra hasta los contemporáneos. Pero acaso fue la manera de, como en la pintura o en la literatura barrocas, no dejar nada fuera, manteniendo un efímero pero certero equilibrio de contradicciones. El barroco era, decía Eça de Queiroz en 1890,

<…> uma arte onde se torcem todas as chamas do inferno, e todas as pedrarias dos paraísos católicos, que parece uma luta trágica e cómica da vida e da morte: uma igreja cheia de renunciamentos místicos, mas onde o misticismo parece mais um desespero de não poder saciar-se dos bens do mundo, do que uma aspiração a poder fartar a alma nas contemplações diversas: uma defesa do catolicismo trágica e apaixonada: um amor sublime pelos despotismos e pelos sacerdócios <…> ascetismos ferozes e onde o sentimento mais aparente é o rancor.14

Con tan somero pormenor, sólo quiero resaltar un par de características importantes de este intento modernizador: primero, que como todos los demás será producto no sólo de una crisis, sino de una gran conciencia de crisis. En historia, como en economía, a veces no importa el tamaño de la crisis, sino el de la conciencia de ella. Por ejemplo, 1898, bien visto, no fue una gran crisis española, pero la conciencia de ella fue inmensa. Segundo, que las coordenadas del cambio histórico de una confederación de reinos un poco más centralizados en el siglo XVII no son la llamada historia colonial mexicana, sino Holanda, Portugal, Castilla, Cataluña, Inglaterra y regiones específicas: las zonas mineras, la ciudad de México, las fronteras en expansión como las del norte de México que poco a poco entraron a formar parte de las luchas imperiales —entre Francia, Holanda, España, Inglaterra o confederaciones de poderosas tribus indígenas— y de luchas locales —nobleza indígena, aventureros peninsulares, descontentos locales. Si algo puede someramente concluirse de ese cambio histórico es que la noción confederada —defendida localmente en Cataluña o Nueva España— triunfó, sacando de los afanes modernizadores algún provecho, enfrentándolos a lo bajo —con resistencia pasiva, con revueltas locales— o con las armas, como en Cataluña. La Nueva España no quiso cambiar, y por buenas razones: la tradición era el mejor garante de la modernización local.

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